Gracias a los maestros que (acompañando a mis padres) me llevaron por el buen camino: el de los libros, el respeto y el conocimiento. Y mis disculpas a todos aquellos a los que haya podido decepcionar al no llegar donde habría podido.
Gracias a los que he ido encontrando y han sabido aguantarme. Y disculpas por haber sido difícil de aguantar… a veces, quizá.
Gracias a los que seguís aguantándome a pesar de mis defectos (que son muchos… aunque las virtudes, que tampoco son pocas, os echan una mano). Y disculpas cuando os pongo de los nervios, que también pasa.
Gracias a los que me han maltratado de alguna manera por haber dejado de ser parte de mi vida (os nombraría, pero vuestros nombres también han dejado de formar parte de mi vida). Y disculpas por haberme dejado maltratar en vez de enseñaros a no hacerlo.
Gracias a mi hija, que me ha enseñado (sí, ella a mí) que se puede formar parte del grupo sin tener que maltratar a nadie. Y que si para formar parte del grupo debes maltratar a alguien, es que el grupo no vale la pena. Y disculpas si alguna vez no doy la talla como padre. Lo hago lo mejor que puedo, y creo que lo sabes.
Yo era carne de acoso: bajito, regordete, no-muy-guapo y, lo peor de todo, un repelente accidental. Por un exceso de actividad neuronal y lectora, y una abundante memoria a corto plazo (de la que ya no dispongo), fui durante toda mi infancia capaz de sacar notas excelentes sin tener que mover un dedo o una página fuera del horario lectivo. Y por culpa de una forma de ser conciliadora y un encanto natural que ya conocéis, era adorable para los maestros.
Carne de acoso. Y por eso, y por flaqueza, y por ignorancia (no es cierto: sabía que estaba haciendo algo malo, pero no lo quería aceptar), me convertí en acosador (uno pequeño, el último de la jauría). Instinto de supervivencia, he querido creer toda mi vida «adulta». Y una mierda. Era pura necesidad de aceptación. De no querer ser «uno de ellos» y querer ser «uno de nosotros». Sin pensar que si hubiera sido uno de ellos también habría sido uno de nosotros.
Por todas las burlas y gracias desafortunadas, pido perdón.
Por cada vez que reí una burla o gracia desafortunada, pido perdón.
Por cada vez que llamé a alguien por su mal apodo, pido perdón.
Fui débil y me puse del lado del fuerte. Quise ignorar todo lo que sabía para poder formar parte de un grupo del que no valía la pena formar parte. Recuerdo algunos nombres, apellidos y caras. No recuerdo los motes, para suerte mía, y para mi vergüenza, porque esto quiere decir que los he querido olvidar, avergonzado. Ellos merecían más. Yo era capaz de más. Pero no quise. Y por eso les pido perdón.
Aunque he perdido el contacto con ellos, por suerte para ellos, que no tendrán que recordar que durante su infancia tenían imbéciles alrededor. Por suerte para mí, que no debo avergonzarme cada vez que me los encuentro. Para mi vergüenza, que me siento afortunado por no avergonzarme al encontrármelos.
Cuántos de ellos habría valido la pena conocer, cuántos de ellos habrían sido amigos de verdad. Cuántos de ellos seguirían aguantándome las bromas y chistes absurdos.
Y por eso, me pido perdón.