Sacas la cámara o el móvil. Disparas. Miras la foto. Borras y repites hasta que te gusta. Fin de la foto.
La colgarás en el instabook o donde sea, y te olvidarás de ella. Sólo volverás a mirar para ver cuántos laics llevas.
Sacas la cámara. Miras cuántas tomas quedan. Miras por el visor, enfocas, encuadras y descartas la foto sin hacerla, porque no te van a quedar tomas si las sacas al tuntún.
Cuando por fín ves «la foto», sacas la cámara, enfocas, encuadras y disparas. Si eres meticuloso, apuntarás en una libretita el número de la foto, las características del carrete y los parámetros de la toma (velocidad y apertura, porque el ISO es inamovible -el del carrete- y la cámara no hará nada más por ti).
En el mejor de los casos, hoy acabarás el carrete y llegarás a casa con tiempo suficiente para hacer lo que debas (familia, trabajo, hurgarte la nariz, llorar por el dolor de pies…) y revelar el carrete.
Preparas el agua: ni muy fría ni muy caliente, a la temperatura exacta que requieren los químicos (no los tíos de la bata blanca, sino los líquidos de las botellas que almacenas en un sitio seguro como si fuera chardoné del siglo dieciocho a dos mil euros la botella). Ni cuando bañabas a tu bebé te mirabas tanto la temperatura (metías el codo y si no quemaba metías al crío… y si el crío no lloraba, seguías con el baño: es un niño, no un fotograma, aguanta mucho más).
Luego te encierras en el baño, como hacías en tu adolescencia, pero peor: si alguien abre la puerta (o incluso enciende la luz del pasillo y asoma un rayo diminuto por el resquicio) se va todo al carajo. Con los ojos abiertos, pero la luz apagada (deseando ser un murciélago) sacas el carrete, lo desenrollas, lo enrollas en ese maldito trasto blanco que no deja de intentar caérsete, cortas por el final o sacas el maldito adhesivo si es un carrete de 120, lo pones en el tanque (más querría la Wermacht haber tenido un tanque tan fiable como el tuyo), cierras como si no hubiera un mañana (ya abrirás como sea, pero no puede entrar ni un fotón, o se te estropearán los tuyos).
De nuevo en la cocina, compruebas que el agua sigue a la misma temperatura («¿quién ha abierto el grifo?») y empiezas el proceso.
Si eres como yo, un vago, y revelas desatendido, vas a pasar una hora mirando de reojo el temporizador. Si no lo eres y quieres sacar fotos buenas, vas a pasar unos veinte minutos muy intensos haciendo aeróbic con las manos y el temporizador: remueve, descansa, remueve, descansa, remueve… cambia líquidos, remueve, descansa, remueve….
Pero finalmente, un último baño para eliminar los químicos (ésos que antes mimabas y que ahora pueden joderlo todo si no se van sin hacer ruido), y a colgar los negativos («que nadie entre en el baño durante las próximas dos horas… si alguien tiene que entrar, que se ponga mascarilla y guantes y no toque nada).
En ese momento puedes, si eres un impaciente, mirar al trasluz el resultado.
Han pasado seis horas desde que hiciste la foto (o tres meses, dependiendo del tiempo de que dispongas). Ni siquiera recuerdas las fotos que has hecho. Pero están ahí. Ha habido suerte, se ven imágenes. Pero seguirás sin saber si están bien hasta que el negativo esté seco, lo pongas a contraluz y lo mires con detenimiento, una lupa o la cámara digital (ahora sí) con el macro.
El fin de la inmediatez. El retorno a la espera. La emocionante espera.
Ese momento en el que ves que no has roto nada, o cuando por fin ves la imagen que has tomado con tanto cariño… no tiene precio.
Lo siento, pero yo no vuelvo. Os contaría con más detenimiento y detalle lo que siento cuando veo al trasluz que no me he cargado el carrete, pero me suena el temporizador y tengo que ir a remover el tanque.