Sería el guiso perfecto, lo sabe. Lleva toda su vida cocinando, elaborando los mejores platos, reconocido por el mundo.
Ésta debería ser su obra maestra, pero le falta algo. No tiene alegría.
El pinche, temeroso de su ira, carraspea. El consejo no ha sido bienvenido, y podría costarle el trabajo. Pero, en lo más profundo de su ser, sabe lo que le falta al plato.
El chef lo mira, iracundo. Él también lo sabe, pero es tan… trivial. Lo ha intentado con esferificaciones, nitrógeno líquido y todos los recursos de la «autecuisín», pero ni por ésas.
Se resiste.
Si presenta ese plato con ese ingrediente se le reirán en la cara. Adiós a sus estrellas pirellín, todos los críticos, blogueros y demás buitres de la restauración le volverán la espalda. Sus colegas se le reirán en la espalda, entre chefs no se dan ofensas directas, como mucho en artículos o libros.
Se resiste.
Si no presenta ese plato con ese ingrediente, lo alzarán hasta lo más alto. Pero él sabrá que no es perfecto. No tendrá alegría.
¿Reputación o alegría?
No vale la pena posponerlo: en el fondo es un cocinero, y su objetivo en la vida es llevar alegría al mundo. Se encoje de hombros y suspira: «está bien». El pinche espera la frase definitiva, que no tarda en llegar: