Hay días que despiertas con un cuento en los labios, y como no tienes a quién contárselo, lo escribes y ya está…
Sagu: a mi hija le cayó un diente. De aquí a hablar del Ratoncito Pérez sólo había un paso. Vete a saber por qué, en el curro me di cuenta de que acababa de dibujar un «ratoncito Pérez» (a veces me pasa: mientras espero que algún proceso termine, o mientras pienso y doy vueltas a algún problema, la mano va haciendo de las suyas y acaba dibujando cosas que vale la pena ver). Acordándome de Júlia (la hija de unos buenos amigos que viven en Zumaia), me pregunté cómo se diría «ratoncito Pérez» en euskera. Y el sábado siguiente, sin darme cuenta, me despertaba con «El Sagu» en la punta de los dedos. Lo escribí en castellano, porque aunque con Júlia hablo en catalán, con sus padres siempre he hablado en castellano. Y porque, caiga la vergüenza sobre mí, no conozco el idioma vasco y no podía escribirlo en euskera.
El Caballero de la Cuchara: iba conduciendo hacia el trabajo cuando, por razones que desconozco, me acordé de una clase de inglés con Paul (hola, Paul), donde leímos un texto sobre los usos del Palacio de Buckingham. Lo de que cuando la reina se harta de un plato se lo retiran a todos los comensales es cierto, si no recuerdo mal. Y de aquí al cuento del Caballero de la Cuchara sólo había un pequeño «clic». Lo he escrito en inglés, porque es un cuento sobre el Reino Unido, y una costumbre que me pareció curiosa (entre otras cosas). Y ya puestos, he decidido utilizar el nombre de un chaval muy espabilado que conocí hace unas semanas mientra les enseñaba la Rambla a él y a su familia (su padre es un colega en un foro relacionado con mi trabajo).